Un Proyecto de Vicente (Tex) Hernandez

La Brújula Moral en Entredichos

¿Qué entredicho? ¿Quién puede negar que existen normas morales o éticas? Hoy, en una sociedad cómoda y abundante, lo más común es rechazarlas. ¿Por qué seguir una regla moral incomoda? Queremos hacer lo que nos apetece, sin que nadie nos diga qué está bien o mal—salvo, claro, si violamos alguna ley oficial.

VALORES ÉTICOS Y MORALES

TH

12/12/20254 min leer

Esta postura es popular, sí. Pero ¿es razonable? ¿No será que esta libertad sin dirección nos empuja al egoísmo, hasta vaciarle el sentido a nuestra vida y sembrar conflictos a nuestro alrededor? Es como caminar sin dirección: creemos que avanzamos, pero no sabemos hacia dónde.

Negar lo espiritual está de moda. Es fácil hacerlo, sobre todo cuando lo que más nos interesa es justificar una acción que, en el fondo, sabemos que tiene una ética dudosa. Todo parece aceptable si creemos que las normas éticas que vemos en nosotros y en los demás vienen solo de nuestra biología, no de algo más profundo. Y por eso—se sigue diciendo—¿qué sentido tiene hablar de lo espiritual si no hay nada más allá de la materia? Si todo es físico, entonces ni siquiera Dios existe.

Estas preguntas merecen atención. No son simples. El estilo de vida que elegimos depende de las respuestas que damos. Aquí es donde se necesita valor: ir contra la corriente, cuestionar lo que muchos dan por hecho. (No interrumpas tu lectura; sigue adelante.) Lo que somos—y lo que podemos llegar a ser—depende del sentido que le damos a la vida y de la verdad que descubrimos sobre nosotros mismos.

Nunca se ha demostrado que exista una conexión entre los principios éticos y nuestra anatomía. Nadie ha encontrado principios morales en ninguna parte del cerebro: ni en el reptiliano, ni en el sistema límbico, ni en el neocórtex. Si en un experimento dañamos alguna de estas regiones, dañamos a la persona. La anulamos. Y eso, desde una perspectiva ética, nos convierte en cómplices de un delito.

¿Cuál es el sentido de mi vida? ¿Por qué esa belleza que observo en la naturaleza? ¿Cuál es el rumbo más adecuado para mí?

Las explicaciones que ofrecen los científicos o filósofos materialistas son, en el fondo, solo teorías. Y esas teorías son incompletas; no tienen valor por sí mismas. Yo puedo inventar cualquier historia para justificar una actitud—incluso un error—o para defender una opinión. ¿Quién va a juzgarme si los valores morales no existen?

Las redes sociales están llenas de páginas y páginas de incoherencias escritas por los intelectuales más populares de hoy. Suposiciones y premisas pueden ser útiles para respaldar experimentos viables—que eventualmente demostrarán si algo es cierto o no—pero no para construir teorías absolutas. Quienes usan teorías para justificar sus convicciones no buscan la verdad. Simple y llanamente, engañan; son unos farsantes.

Si te basas solo en principios materialistas, tarde o temprano descubrirás que lo que haces no tiene rumbo ni propósito, aunque en algún momento acalorado creas lo contrario. Cada meta alcanzada te empuja a buscar otra, y luego otra más. Nunca son suficientes.

En ese camino, el bien y el mal desaparecen. Solo queda una meta inalcanzable y una satisfacción que dura poco. Todo se vuelve relativo, y los principios éticos se desvanecen. La vida queda en manos del dictado de los más fuertes, y lo que prevalece es la ley del más apto; la ley de la jungla. Así, actuar por razones buenas o malas ya no tiene sentido.

En ese vacío, la única salida parece ser la aniquilación total, como si solo así pudiéramos escapar de esta pesadilla. Una sociedad, sin valores que la sostengan, se vuelve contra sí misma y se degrada. (Las historias de las civilizaciones antiguas nos lo cuentan así.)

Estos mismos principios materialistas niegan la existencia de Dios. Si alguien afirma que Dios no está ahí, ¿qué prueba tiene de que no existe? No podría demostrarlo. El hecho de que no podamos ver a Dios no significa que no exista. Dios es espiritual, y si negamos toda forma de espiritualidad, nunca podremos acercarnos a él.

Hay una realidad más allá de lo que vemos con los ojos. Ahí una realidad material que no vemos pero que existe y una realidad espiritual a la que solo podemos acceder a través de la misma capacidad interior que todos los seres humanos tenemos.

Esa capacidad se desarrolla con la experiencia. Sentimos a Dios como sentimos el amor o la felicidad: buscándolo, esforzándonos, entregándonos. También es esa misma capacidad la que nos incomoda cuando vemos el mal en nosotros o en los demás. Reconocemos el mal porque sabemos que existe un bien. Y es allí, en el bien, donde podemos encontrar a Dios.

Seguramente has oído hablar del Camino de Santiago. Es una experiencia que vale la pena vivir. Muchos lo comparan con el camino de toda una vida. Y si lo has hecho, estarás de acuerdo: no es fácil.

Hay cinco rutas principales, cada una con terrenos distintos y niveles de dificultad variables. Puedes recorrer los 800 km completos por la ruta francesa o la castellana, o caminar al menos 100 km para obtener el certificado del peregrino.

En el camino conocimos a Hans. Tenía 83 años y rodillas de metal. Caminaba despacio, pero con paso firme. Salía del albergue temprano cada mañana, y siempre lo alcanzábamos más adelante.

No hablaba mucho, pero un día le preguntamos: “Hans, ¿por qué haces el Camino?” Su respuesta nos sorprendió: “Resurrección. Lo hago para reparar todo el mal que he hecho en mi vida.” Entendimos que hablaba del daño que se había hecho a sí mismo.

Ese mal lo impulsaba a caminar. En el Camino, encontró bondad. Reconocer su culpa y querer cambiar lo puso en el rumbo correcto. El bien que experimento lo acercó a Dios. Porque a Dios solo lo encontramos en el lado de la bondad.